Si París es la ciudad del amor Zaragoza es la ciudad del sexo. Al menos para mí. He estado varias veces allí y siempre ha sido para follar. Y no es que yo sienta una especial debilidad por el biotipo “Marianico el corto” sino que Zaragoza se encuentra a medio camino entre Barcelona y Madrid. Puede que hace treinta años esto no tuviera ninguna importancia pero a día de hoy, en la era de internet, donde las distancias no existen y la gente se conoce a través de sus perfiles en facebook, Zaragoza es una ciudad muy cómoda para quedar a follar si ligas con alguien de Barcelona.
Quedamos en la estación. Mi tren llega veinte minutos antes que el suyo. Espero ojeando las portadas de las revistas en el kiosco. Estoy ligeramente nerviosa, apenas hemos visto dos fotos la una de la otra. Cinco minutos antes de que llegue su tren recibo un sms en el que me dice que “me ponga como me ponga” lo primero que va a hacer es comerme la boca. ¿Qué significa me ponga como me ponga? ¿Tengo algún motivo para ponerme de alguna manera? ¿Para salir corriendo? A fin de cuentas no sé si estoy quedando con una asesina en serie, con una choni camuflada o con un señor de Martorell. Respondo un escueto “Ok”. No tengo miedo. Muy mala suerte tendría que tener para acabar en la página de sucesos. Anuncian la llegada de su tren. Me sitúo estratégicamente para ver a la gente descender. El tren se detiene, se abren las puertas. Empieza a salir gente. Me pregunto cuántos de esos viajeros habrán venido a follar. Los primeros pasan a mi lado sin detenerse. De repente escucho un hola a mi espalda. Me doy la vuelta y me comen la boca. Es más bajita que yo y no está tan delgada como en las fotos. Me besa como si nos conociéramos, como si fuéramos pareja. La gente pasa a nuestro lado y piensa que somos dos lesbianas golfas que acaban de reencontrarse después de mucho tiempo. Solo es cierto lo primero.
Su lengua es un cable de alta tensión, una taladradora. Me toca el culo con las dos manos y se le cae el bolso. Se detiene a recogerlo. “Lo tengo todo mirado -dice-. Hay un hostal a apenas un par de manzanas al que he llamado y donde las habitaciones cuestan treinta euros”. ¿Treinta euros? ¿Cucarachas incluidas? ¿Puedo aportar algo en esta conversación? Evidentemente no. Me coge de la mano y me arrastra hasta la calle. “Por allí”.
¿Conoces bien Zaragoza?
Me lo he mirado en google maps.
Ah vale. ¿Y el hotel está bien?
Es un hostal. De lo peor supongo, pero qué importa el cómo esté el hostal si no nos vamos a enterar de nada.
Suena como si me fueras a matar.
Suena como si te fuera a follar.
La miro. Pienso que en una situación desesperada podría soltarle una hostia por la espalda y salir corriendo. Dos manzanas después llegamos al hostal. Tras un ridículo mostrador un tipo que parece no haberse lavado el pelo en dos semanas nos pide nuestros carnés. ¿Tengo que darle mi carné a este hombre? Mañana mismo empiezo a buscar a un falsificador que me haga uno de mentira para estas ocasiones. “Subís las escaleras y es la habitación del fondo, la tres”.
Subimos. La moqueta del pasillo está llena de lamparones. Las puertas de las habitaciones parecen de cartón. Introduce la llave en la cerradura. Parece ansiosa. Entramos y dejamos caer nuestras cosas al suelo porque se abalanza sobre mí como si estuviéramos concursando en Follad, follad malditos y tuviéramos que aprovechar cada minuto para tener el máximo número de orgasmos posibles. Es de las que grita, de las que repite tu nombre con los ojos en blanco como si estuviera a punto de levitar, de las que son capaces de comerte el coño y ponerte la cabeza como un bombo al mismo tiempo. Batimos un par de récords antes de quedarnos tumbadas sobre la cama mirando al techo.
Salimos a cenar. Me coge la mano. ¿Por qué me está cogiendo de la mano? Me suelto en cuanto tengo la primera oportunidad. Cenamos rápido, sobre todo ella. Me pregunta si volvemos a la habitación. Ella quiere follar. Yo quizás no. Le propongo que nos emborrachemos. No cuela. Le digo que por qué no damos una vuelta por la ciudad. Me pregunta si no quiero follar más con ella. “No mujer, claro que quiero”, contesto tranquilizadora. Al final regresamos a nuestra mugrienta habitación.
Publicado el 24 mayo, 2011 a las 9:22 por Beta
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