La silla tiene doscientos años, y en su madera noble hay signos evidentes de desgaste y de posterior restauración. Es vieja, y a las cuatro y media de la madrugada de un jueves, empieza a gritar.
Roberto se despierta, sobresaltado. Acaba de salir de un sueño profundo y se siente desconcertado y perdido, confuso en una habitación casi sin muebles poseída por un grito desgarrador. Resulta demasiado agudo y estridente, y Roberto, literalmente, salta de la cama. Si no fuera porque el grito sería capaz de helarle la sangre en las venas a cualquiera, la imagen sería hasta cómica: Roberto viste un pijama de cuerpo entero y tiene el culo al aire, como un abuelo del siglo pasado, o un bebé.
Se pregunta: “¿Qué ocurre?“. Por un momento, cree soñar todavía, pero la luz de la farola de la calle entra por la ventana, como de costumbre, y dibuja una caprichosa forma en la pared del fondo, contrastada con los complicados arabescos del cabecero. El diseño es tan intrincado que, de alguna manera confusa, en un instante de inesperada comprensión, entiende al fin que no es un sueño.
Pero, ¿quién?, ¿quién grita? Roberto vive solo desde hace al menos quince años. Avanza hacia la puerta. Va dando tumbos, y no es solo por el sopor, padece de ataxia y se desvía involuntariamente. Pero al fin lanza un brazo hacia la pared y recupera la verticalidad, encontrando apoyo suficiente para salir al pasillo.
Mientras tanto, el grito resuena contra las paredes, rebota y le envuelve, asfixiante. No sabe de dónde viene, y es difícil localizar la fuente. Demasiada confusión; todavía no consigue ni enfocar bien. A veces parece que el aullido sale de las mismas paredes, como si la misma casa estuviese abigarrada de dolor, sacudiéndose para intentar escapar de su prisión de cimientos. Otras, se diría que se trata más bien de un chirrido más que un grito, uno metálico e insoportable. Como si un berbiquí invisible le estuviese taladrando el cráneo.
En estos momentos, Roberto descubre que está experimentando un ataque de pánico. Lo hace al inhalar una bocanada de aire, como si sus pulmones acabasen de despertar, pero no le alivia. Siente un ligero mareo; está comprendiendo que la situación le supera. Conceptos difusos como llamar a la policía se le cruzan en la cabeza, pero mientras está en eso, y a medida que avanza por el pasillo y se acerca al salón, parece que el alarido aumenta en intensidad. Se sobrecoge, anticipándose al hecho de encontrarse con quien sea que chilla de esa manera...
Y se encuentra con el salón; un salón elegante, con pocos muebles, donde no hay nadie.
Roberto da vueltas sobre sus pies. Cuanto más lo piensa, más inequívoco le parece el hecho de que el sonido viene de algún lugar de la habitación. La cabeza le da vueltas. ¿Dónde, dónde? Se desespera. Suena ya como un auténtico taladro, y por unos segundos está convencido de que la tapa del cráneo saltará como el corcho de una botella de champán. Cuanto más gira, sin embargo, más le parece que el sonido viene de una esquina de la habitación.
Y sin embargo, allí no hay nada.
Nada excepto la vieja silla…
“La silla está gritando”, piensa, sintiendo que un relé en su cabeza se conmuta y señala peligrosamente hacia una banda roja, la banda de la locura.
Pero entonces se pone lívido. El grito pasa a un segundo plano. Ni siquiera lo escucha, como si el interior de su cabeza se hubiera revestido de almohadones. Está mirando hacia la silla, pero no la silla en sí, sino lo que de repente ha aparecido en ella, surgiendo gradualmente de la misma nada ante sus propios ojos.
La figura de una anciana, aún neblinosa.
Una anciana que tiene su boca desorbitadamente abierta, desdentada, que le mira con ojos muertos.
Una anciana que chilla.
Carlos Sisi
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