La primera vez que maté a Albert fue hace ocho meses. Lo maté por motivos que no vienen al caso, pero lo maté, y cuando lo hice, me sentí eufórica, exultante, plena y libre. Creía que todos mis problemas se habrían terminado, que podría empezar otra vida en alguna otra parte. Creía. Pero Albert volvió a la mañana siguiente, y me hizo el desayuno como de costumbre. La sangre aún brotaba de la parte posterior de su cabeza. Él no dijo nada, y yo tampoco. Cuando nos sentamos a ver la tele, media hora después, manchó la butaca de sangre y tampoco le dio importancia.
Volví a matarlo tres días después. Esta vez le clavé un cuchillo en el pecho, mientras dormía, y me aseguré de que moría. Subida a horcajadas sobre él para que no pudiera levantarse, me asomé a sus ojos mientras sufría y observé cómo se perdía en el pozo de su muerte. Después de un rato dejó de moverse.
A la mañana siguiente, Albert volvía a servirme el desayuno después de saludarme con un “Hola, cielo”. La sangre manchaba su ridículo pijama con olor a mercadillo chino y resbalaba por sus brazos hasta las manos. Me puso las tostadas con goterones de sangre, pero no dijo nada. Yo tampoco.
Lo maté muchas veces más. Lo envenené, le eché lejía por la garganta, le clavé toda clase de objetos punzantes, le arranqué los ojos, le mordí la garganta y puse clavos en su comida. Pero cada mañana me saludaba con un “Hola cielo” y me ponía un café con tostadas por delante, cada vez más ensangrentado y deteriorado. Me disgusta que mire la televisión con sus cuencas vacías. Es indecoroso.
Creo que estoy en el Infierno. No hay otra explicación. Pero, ¿saben qué?. Voy a seguir matándolo. Mientras le quede un trozo de carne en su sitio, seguiré matándolo. Puede que yo le asesinara primero y me condenara por ello, pero no voy a perdonarle que me joda la eternidad por algo que se merecía.
Esta noche voy a electrocutarlo en la ducha.
Carlos Sisi
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