Ay, los gaticos! ¡Ay, los monetes! PAPERGREAT.COM
Pensar en comer cuando estás a 45 grados a la sombra es más chungo que esa pesadilla recurrente en la que te presentabas a clase de Historia en pelota picada. Una diatriba del autor de 'Sinopsis de cine'.
Odio el verano, como cualquier persona razonable. Las moscas, los mosquitos, los niños chillando en la calle como si los persiguiera Supernani, la vecina gritando al Óscar y a la Susana que no se metan en lo hondo de la piscina y que suban ya a comer, los adolescentes de botellón ratonero, los perros de tertulia de madrugada… Y por supuesto, las fotos de pies con el texto “aquí, sufriendo”. Un forúnculo te daba yo donde se pliega la ingle, para que sufrieras francamente.
Pero lo peor es el calor. El de Madrid. Aquí en agosto van las chicharras con cantimplora, y abrir una ventana es como asomarse al horno para vigilar la lasaña. Yo me apretaría un cocido montañés o unas patatas con arroz y bacalao a las tres de la tarde, porque soy de cuchara y de pan con la salsa, pero sudo como una vaca cordobesa. Por eso el verano tiene su propio tipo de alimentos, más frescos y ligeros que la comida de verdad, la que se sirve caliente y cubierta por una capa de grasa.
Pero ojo, que hay un inconveniente. Como el verano es la estación del pecado, los alimentos veraniegos tienen una embarazosa particularidad: están pensados para ser consumidos con actitud lameruza y sensualidad estival.
Lo más típico es el helado, y no hay forma decorosa de comerse uno. Yo he visto tragarse un Calippo hasta el yeyuno, de un solo asalto de tráquea. Es un producto creado para sugerir. Aquí lo importante es la actitud; apartarse el pelo de la cara, rodear el polo con los cinco dedos y poner carita de querer que te den chuleta con hueso. Uno se compra un Calippo no porque esté bueno, sino para demostrar al mundo su hondura gutural. Algunos hombres, sin embargo, lo degluten fingiendo desgana, como si la cosa no fuera con ellos, de modo que no parezca que andan buscando regalar su cariño.
Los helados de cono, en cambio, son el equivalente de una relación íntima completa. Sólo tienen de rico el chocolate de arriba y el de abajo, así que te comes gozoso el chocolate de arriba y luego chupas el resto deprisa y sin esmero para llegar al chocolate de abajo, que está todavía más rico y en él reside la enjundia. Uno se enamora del chocolate de arriba, pero se queda a vivir en el de abajo.
Estos helados pueden dejarte churretes de vainilla en los labios y la barbilla, lo que te da un aire traviesón muy actual y desenfadado. Existe la opción de complementar las libaciones dándote golpecitos con el helado en la cara mientras mueves la cabeza a cámara lenta y emites cacofonías de placer, como si fueras una moqueta de hojaldre. Sensual en su justa medida.
También son típicos del verano los granizados, que se comen sorbiendo y chupando el propio líquido, la pajita, los hielos, el vaso y hasta los dedos, rebañándolo todo como una yegua. La mayoría de gente, además, bebe el granizado ayudándose de las pestañas. Para ello debes acompañar las lamidas de un sutil bizqueo, entornar los ojos y parpadear como el router.
Existe una especie de convenio social que te permite tirar cualquier comida a la basura pero que te obliga, en cambio, a apurar los granizados más allá de lo físicamente posible, volcando el vaso en el aire y sacando la lengua con ansia para que caiga en ella hasta la última gota de hielo deshecho. Es algo que ya están estudiando los antropólogos.
En cuanto a las frutas de temporada, tenemos el melón, al que hay que dar unos azotes a ver si está listo para meterle el morro, y la sandía, que se come agarrándola con las dos manos, empotrando la cara en la rodaja y hozando como un cochinín. Luego apartas la cara empapada y escupes las pepitas con desprecio, como quien se quita un pelo de la lengua. Son dos frutas que se comen sin cariño ninguno, directo al tajo.
Como se puede comprobar, todas las comidas veraniegas son eróticas. Todas a excepción del gazpacho, que tiene una digestión complicada. Y es que el gazpacho se repite como la letra de una sevillana, por mucho comino que le eches. Entra suave en el cuerpo pero sale en llamas. Después de comer gazpacho se te escapa un eructo y el gato baila y te pide unas cañas.
Lo que yo recomiendo es pasar a la fabada y las lentejas en cuanto empiece a refrescar lo más mínimo, ya que esas comidas no se prestan a equívocos ni sutilezas. Solos tú y tu cuchara.
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