Siempre me han gustado las moleskine. Cuando me regalaron la primera me dijeron que aquel era el mismo cuaderno que utilizaba Hemingway para escribir. Aquello me sonó a “toma el cuaderno y ponte las pilas”. Todavía no sé si referían a que me pusiera a escribir o a que me pegara un tiro. Supongo que a lo primero. Desde pequeña coleccionaba cuadernos, me gustaban blancos, sin márgenes, líneas ni cuadrículas. Escribía cuanto se me pasaba por la cabeza en renglones torcidos. Paradójicamente mi vida ha sido un poco así.
“Crecí” y seguí escribiendo y, como millones de personas en el planeta, empecé a apuntar el nombre de las personas a las que me había tirado o a las que estaba deseando tirarme. Escribía en rojo los nombres de las personas con las que me había acostado y en azul mis futuros proyectos. Al principio había mucho nombre azul ya que mis expectativas eran altas y mi experiencia pequeña. Con el paso del tiempo la cosa se fue equilibrando si bien, por fortuna, sigo teniendo nombres azules con los que soñar.
Como en las críticas de cine hacía clasificaciones por estrellitas. Cinco estrellas había sido un polvo maravilloso, una estrella, algo para olvidar. La cosa era bastante relativa ya que, dependiendo de las experiencias que iba teniendo, cambiaba la percepción de las que había tenido. Después de un mal polvo tendía a pensar que el de tres estrellas en realidad se merecía cuatro. Y también al revés. Tachaba y retachaba el número de estrellas a medida que las relaciones se repetían con una misma persona. Por lo general, solían ser valoraciones a la baja. “Pensaba que eras un tres estrellas pero con dos vas que chutas”.
Si mis relaciones se volvían estables me avergonzaba de mi cuaderno, cuando estaba en modo “busca y captura” lo recuperaba. Nombres y estrellas, eso era todo. Tengo una amiga que hacía valoraciones mucho más complejas que yo en las que incluía parámetros como el volumen, la duración, la versatilidad, la capacidad de innovar (lo que popularmente conocíamos como el I+D). Yo nunca fui tan metódica.
La primera vez que me acosté con una chica supe que aquello había sido “un cinco estrellas” pero no lo apunté. Visto ahora parece una reacción infantil pero entonces decidí que aquello no debería figurar en mi cuaderno. Unos días después la cosa fue aún peor ya que le adjudiqué las cinco estrellas a un nombre inventado, un nombre de chico naturalmente. Quizás temía que el cuaderno cayese en manos ajenas y me juzgaran por haber tenido relaciones con alguien de mi mismo sexo pero, según mi psicólogo, si tenía aquel cuaderno era porque en el fondo deseaba que alguien lo leyera. Ahora escribo éste blog. Es un poco lo mismo.
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