La semana pasada, con motivo del día del libro, nos pidieron a quienes colaboramos en esta revista que recomendáramos el libro que cambió nuestras vidas. Apenas se nos pedía una frase, o un par de frases, para introducirlo. Pensé en un libro, pensé en una persona y comencé a escribir este post.
John nació en Queens. Cuando nos conocimos yo ni siquiera sabía dónde estaba Queens. Era tres años mayor aunque aparentaba tener bastantes más. A los veinte se había mudado a Río de Janeiro y un año después había aterrizado en Madrid. Nos conocimos en una extraña fiesta de la que apenas recuerdo que tuvo lugar en un apartamento de la Calle Colón y que estaba llena de gays con ganas de pillar. John era un gay de mente abierta. También era guapo. También era exótico. No le gustaba estudiar pero era capaz de hacerse entender en tres idiomas distintos. Una de las primeras cosas que me dijo fue: “Yo gustaría acostar con meninas de cinco continentes”. Al día siguiente comenzó a llamarme “Europa”.
El fue el primero en hablarme de Iceberg Slim. Me prestó un ejemplar manoseado de ‘Pimp’ advirtiéndome que era el libro más vendido entre los negros de los Estados Unidos. No sé si he dicho que John era negro. Pimp era la autobiografía de Robert Beck, verdadero nombre de Iceberg Slim, un macarra chuloputas que sobrevivía en el Chicago de los setenta rodeado de su cuadra de putitas maltratadas. No puede decirse que el libro fuera correcto políticamente, pero estaba escrito con el estómago y empleaba un lenguaje callejero que me fascinaba.
Tardé solo unos días en convertirme en la hija de Malcolm X. El sexo con John también ayudaba. Mientras me follaba me tapaba la boca con la palma de su mano. “Así no gritarás y no alertarás a la policía”, decía. Le pregunté si tenía antecedentes por violación y le dije que follar con él era como tirarse a un expresidiario. Me fascinaban las palmas de sus manos. Blancas pero con los pliegues oscuros, como si se hubieran ido desgastando con el paso del tiempo y hubieran perdido su color original. Ejercían sobre mí un efecto hipnótico. Quería morderlas. Quería que me tocaran, que me sujetasen, que me acariciasen, que me explorasen. Pasé un par de semanas follando y viendo películas de Spike Lee y de Mario Van Peebles. Me leí un libro sobre las panteras negras y comencé a llamarle “hermano”. Puedes llamarme “hermano” -me dijo-, pero tú nunca serás África. Me pareció un puto racista.
Publicado el 31 mayo, 2011 a las 10:49 por Beta